El otro día me sucedió algo con mi hijo, que me hizo hacerme consciente una vez más de como estamos creando nuestra realidad continuamente basándonos en nuestro pasado, en nuestras vivencias, en nuestras creencias y lamentablemente en nuestros miedos. Quiero compartirlo porque me parece que es un ejemplo muy claro de como hacemos que nuestras historias se repitan.

Él estaba creando un dibujo para el cumpleaños de su abuelo con témpera líquida. ¡Queda muy bonito! Echa los distintos colores y luego dobla el folio. Cuando ya había acabado prácticamente su obra, recordó que tenía por allí un pincel y me lo pidió. Yo se lo di y él comenzó a «emborronar» (objetivamente era mezclar) sus colores. Entonces para mí «ya no iba a quedar tan bonito»… En ese momento, algo comenzó a brotar en mí de una manera visceral. Quería (con todas mis fuerzas) que no «estropeara» el dibujo, quería que quedara bonito, quería que la gente viera «lo bien» que le había quedado, no quería que le quedara mal, no quería que fuera «una chapuza». Pongo comillas en algunas palabras, pero podría entrecomillar todo, porque clarísimamente todo está plagado de subjetividad, de mi opinión, de mi querer, de mi miedo, de mi impresión: todo era mío. Mi pareja que pasaba por allí me decía que dejara que el niño hiciera el dibujo como quisiera, pero es que no podía… así que en cuanto pude le convencí para que mezclara colores con el pincel en otra hoja. Yo «arreglé» un poco el dibujo para que quedara bien, según mi visión claro. Increíble…

¿De dónde sale esta necesidad de que lo haga «bien»?

Cuando pongo que era una sensación visceral, lo era literalmente. Es decir, de dentro de mí surgía la necesidad absoluta de que su dibujo fuera bonito, no quería que lo hiciera «mal» (por cierto, tiene 3 años…) Esta locura (porque no se puede llamar de otra manera) nace de mi pasado, de mis experiencias; yo siempre he sido impaciente, no era de esas niñas perfeccionistas, así que he recibido siempre comentarios como: «eres una chapucera», «eres una roñosa» (porque no dejaba márgenes en las hojas…), «lo haces peor que esta persona», «no se te da bien…», en definitiva, un sin fin de juicios, probablemente injustos la mayoría; como estaba siendo el mío con mi hijo.

¿Qué sucedió entonces?

Que cuando mi hijo cogió los colores y los mezcló con el pincel en otra hoja, me miró… y me miró con esa cara que ponen cuando están esperando a que les digas si lo que hacen está bien hecho. Y entonces aún me dolió más la situación, porque ahí, en ese preciso momento me di cuenta de que mi hijo estaba esperando mi juicio, ya no salía de dentro de él el pensar si le gustaba o no, lo que importaba era lo que pensara su mamá, el juicio de su mamá. Y en ese momento, creé en él precisamente lo que quería evitar: que esté pendiente de un juicio externo, que no sienta lo que resuene dentro sino que lo que «está bien» dependa de lo que le digan fuera. Le estaba haciendo sentir lo que yo siento, lo que me hicieron sentir. Así que tratando de defenderle de algo, le expongo a ello.

Después de esto estuve un ratito sola, también lo hablé con algunas de mis figuras de apoyo, que saben infinitamente más que yo de educación y que me recordaron (además de apoyarme incondicionalmente) la importancia del respeto de su creatividad.

¿Y ahora qué hago con esto?

Doy gracias por haberme dado cuenta, doy gracias por ser consciente de esto para poder cambiarlo y me doy cuenta de la importancia que todavía tienen estas frases en mi día a día, aun habiendo ocurrido esas situaciones hace décadas. Por supuesto, es algo que hablé con mi hijo, le pedí que fuera él quien sintiera si le gustaba lo que estaba haciendo, le pedí disculpas por interferir en su dibujo y me aseguraré de trabajarme lo necesario para no volver a interrumpirle. Para que pinte lo que le dé la gana, lo disfrute, se enriquezca con ello y no tenga que volver a lidiar con mis «neuras».

Sanando yo esas malas experiencias es como me aseguro de que él no pase por lo mismo. Porque sino, como explico aquí, sin querer voy a repetir las situaciones, las miradas, los juicios. El no querer que algo pase, pone tu intención directamente en eso. Así que a partir de ahora me centro en ver donde no me permito ser creativa, donde me juzgo porque no hago las cosas «de la manera que debería», donde tengo que dejarme crear, ser y confiar en mí, en mi criterio. Porque siendo libre, le libero. Y le quiero tanto, que quiero que sea y que viva muchísimo mejor que yo siempre.

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